De Belém a Armenia: la biodiversidad genética como seguro de vida

Cuidar la diversidad genética es proteger nuestra propia capacidad de permanecer en un planeta que ya empezó a transformarse. (Foto: EcoNews Creative Lab)

La COP30 en Belém dejó una sensación difícil de ignorar: ya no alcanza con hablar solo de carbono. En plena Amazonía, el mensaje fue más amplio y más claro que una agenda centrada exclusivamente en el carbono. Cambio climático, desertificación y pérdida de biodiversidad no son crisis paralelas; son expresiones distintas de un mismo proceso de desequilibrio. Seguir tratándolas como agendas separadas es una forma de retrasar respuestas efectivas.

Ese diagnóstico es especialmente relevante de cara a la próxima COP17 de Biodiversidad en Armenia, en 2026. Si Belém fue el espacio donde la agenda climática terminó de encontrarse con la naturaleza, Armenia debería ser el momento en que esa convergencia se traduzca en decisiones concretas sobre cómo protegemos y restauramos la biodiversidad en un mundo cada vez más caliente e incierto.

Es desde ese tránsito (de Belém a Armenia) que propongo analizar una dimensión de la biodiversidad que suele quedar en segundo plano, pero que resulta central para la resiliencia de los ecosistemas y de nuestras sociedades: la diversidad genética.

El cambio climático visto desde la biología

Cuando vemos de cerca al cambio climático desde la biología, el foco se desplaza casi de manera inevitable hacia los mecanismos que permiten a la vida resistir, adaptarse y reorganizarse. Desde esa perspectiva, el clima pasa a ser el contexto dinámico en el que los sistemas vivos deben funcionar.

En ese escenario, la biodiversidad no puede reducirse a contar especies o superficies protegidas; lo decisivo es su capacidad de adaptarse a un clima cambiante. En el corazón de esa resiliencia está algo menos visible, pero central: la diversidad genética que existe dentro de cada especie. Esa diversidad interna es la que hace posible que, frente a una perturbación, no todas las respuestas sean iguales. Algunas variantes toleran mejor el estrés, otras se recuperan más rápido, y ese abanico de respuestas (inscripto en algo tan pequeño como una molécula de ADN) es lo que permite que los sistemas vivos persistan en el tiempo y mantengan abiertas posibilidades de futuro.

En términos muy concretos, la diversidad genética funciona como un seguro evolutivo para las especies y los ecosistemas frente al cambio climático. No garantiza estabilidad absoluta, pero sí aumenta las probabilidades de adaptación en un contexto de cambio acelerado.

El costo de simplificar los sistemas vivos en un mundo que se vuelve más inestable

Durante décadas, la simplificación de los sistemas vivos fue una estrategia dominante para ganar eficiencia, lo que se tradujo en sistemas productivos más uniformes, paisajes más homogéneos y menos variación genética. Ese enfoque fue eficiente en un clima relativamente estable. Sin embargo, en el contexto actual, expone sus límites.

Cuando se reducen las diferencias genéticas, se reducen también los márgenes de respuesta frente a cambios ambientales bruscos. Lo mismo ocurre cuando se pierde diversidad biológica en los suelos o cuando los ecosistemas quedan fragmentados. El impacto no siempre es inmediato, pero sí acumulativo: sistemas cada vez más vulnerables, con menor capacidad de absorber perturbaciones y recuperarse.

En Belém, esta idea cobró fuerza. La restauración de ecosistemas fue planteada no solo como una acción ambiental, sino como una estrategia de resiliencia frente al cambio climático. No se trata de volver a un estado idealizado del pasado, supuestamente intacto, sino de reconstruir complejidad allí donde fue erosionada, porque esa complejidad es la base de la adaptación en un contexto de cambio acelerado.

En ese sentido, conservar sin mantener diversidad (y en particular diversidad genética) es conservar sistemas rígidos, poco preparados para un futuro incierto.

De Belém a Armenia: coherencia, biodiversidad y decisiones a tiempo

De cara a la COP17 de Biodiversidad, el desafío es pasar de esta comprensión integrada a la acción. Armenia será un espacio clave para evaluar si somos capaces de alinear los compromisos climáticos (expresados en acuerdos, NDCs y marcos de política pública) con estrategias que realmente fortalezcan la biodiversidad en todas sus dimensiones.

En Environmental Markets Fairness Foundation (EMFF) partimos de una convicción clara: las estrategias de sostenibilidad y acción climática no pueden pensarse únicamente en términos de carbono. Considerar la biodiversidad (y su complejidad biológica) no es un agregado opcional, sino una condición para que esas estrategias sean robustas y duraderas.

La COP17 de Biodiversidad será también una prueba de coherencia temporal: si somos capaces hoy de tomar decisiones acordes con los tiempos largos de los procesos ecológicos y evolutivos. Estos procesos son lentos, mientras que el cambio climático avanza rápido. Esa brecha no se resuelve con soluciones instantáneas, sino con decisiones consistentes tomadas a tiempo. Proteger la biodiversidad (y, en particular, su diversidad genética) no ofrece resultados inmediatos, pero cada año de demora reduce las opciones futuras.

Si algo quisiera que el lector se lleve de este recorrido entre Belém y Armenia es una idea central: la diversidad genética no es un detalle técnico o un concepto abstracto. Es la base silenciosa que permite que la vida tenga más de una oportunidad frente al cambio. Cuidarla es, también, cuidar nuestra propia capacidad de permanecer en un planeta que ya empezó a transformarse.


* Daniela Paiva es Ingeniera forestal con un doctorado en Biología, especializada en el estudio de la variabilidad genética en programas de mejora genética de especies híbridas de pino (P. elliottii x P. caribaea) e (Ilex paraguariensis). Es Directora Técnica de EMFF.


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