BOGOTÁ – En mi primer día como presidente de Colombia, hace poco más de 15 años, me reuní con los líderes de cuatro pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta: los kogui, los arhuacos, los wiwa y los kankuamos. Juntos, a la sombra de una magnífica cordillera junto al mar Caribe, la sabiduría que compartieron transformó mi perspectiva sobre mis responsabilidades como líder. También cambió mi perspectiva de nuestro deber colectivo como habitantes transitorios de este planeta cada vez más dañado.
Me dieron un bastón de madera —símbolo de poder— para recordarme que debía esforzarme por alcanzar dos objetivos: la paz entre nuestros ciudadanos tras 50 años de conflicto y la paz con la naturaleza. Los líderes indígenas me advirtieron que nuestra relación con la naturaleza se había visto perjudicada, que la naturaleza estaba furiosa y que sufriríamos las consecuencias. Dos semanas después, La Niña azotó Colombia con inundaciones devastadoras, y pasé los dos primeros años de mi administración apoyando a los afectados y preparándome para el siguiente desastre natural.
Vivimos en un mundo amenazado por tormentas devastadoras, tanto físicas como ideológicas. Recientemente, las inundaciones causaron la muerte de al menos 1.006 personas en Pakistán, y se informó que 2,5 millones fueron evacuadas de Punjab y Sindh, regiones que también sufrieron inundaciones colosales en 2022. Los inquietantes ataques al multilateralismo y a los fundamentos institucionales de los derechos humanos tras la Segunda Guerra Mundial están empeorando la situación. Todo nuestro sistema de valores, al parecer, está bajo asedio.
Pero como declaró recientemente The Elders (un grupo de exlíderes que actualmente presido), el fatalismo y el cinismo nunca son opciones, por muy implacables que sean las crisis que enfrentamos. El multilateralismo se desarrolló precisamente para momentos como estos: para guiarnos en los desacuerdos y los desastres, sin excepciones.
Este noviembre se celebrarán dos importantes cumbres destinadas a abordar problemas globales. La primera es la segunda Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social. La primera de estas cumbres, hace 30 años, reunió a un número sin precedentes de líderes mundiales, marcando un nuevo capítulo para el multilateralismo al servicio del desarrollo humano. La otra cumbre, que se celebrará el próximo mes, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) en Belém, Brasil, abordará la crisis existencial del calentamiento global.
Como presidente de Colombia, vi de primera mano que, cuando ocurre un desastre, los pobres siempre son los más afectados. Por eso, creamos diversas instituciones para coordinar la asistencia tras las inundaciones de 2010. Ahora, es fundamental que todos los países presten atención a las advertencias climáticas y refuercen sus propias políticas de resiliencia y adaptación.
Un nuevo y oportuno informe de investigadores de la Universidad de Oxford y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) pone de relieve este problema. El informe revela que casi el 80% de las personas multidimensionalmente pobres —cuyas privaciones se miden más allá de los bajos ingresos— en 108 países en desarrollo, lo que representa un total de 887 millones de personas, viven en regiones expuestas al menos a un riesgo climático (como calor extremo, sequías, inundaciones o contaminación atmosférica).
El informe también confirma que las personas en países de ingresos medianos bajos se enfrentan a más riesgos climáticos superpuestos que las de países de ingresos bajos o medianos altos. Y si bien los países de ingresos medianos altos tienen relativamente menos personas pobres, este grupo aún está expuesto, en particular, a la contaminación atmosférica y a las inundaciones. Estos hallazgos subrayan la necesidad de una transición energética justa.
Con ese fin, Colombia introdujo el primer impuesto al carbono de América Latina en 2016. Ahora, en vísperas de la COP30, The Elders instan a los países del G20 a utilizar sus ventajas financieras para impulsar la implementación del Acuerdo Climático de París y el Marco Mundial de la Biodiversidad. En la COP29 del año pasado, los líderes mundiales se comprometieron a proporcionar 300 000 millones de dólares para financiar dichas iniciativas, aunque el total necesario se acerca a los 1,3 billones de dólares . Dada la magnitud de esta brecha, celebramos la reciente opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia que establece que los Estados son legalmente responsables de los daños climáticos, en particular los causados por la industria de los combustibles fósiles.
Recuerdo un momento de 2011 cuando dos funcionarias de mi gobierno, Paula Caballero y Patti Londoño, me plantearon la idea de poner la sostenibilidad en el centro del desarrollo. Caballero y Londoño plantaron la semilla que con el tiempo se convirtió en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. Me alegró hacer todo lo posible para apoyar esa agenda, y gracias al marco multilateral vigente hace diez años, la ONU adoptó por unanimidad los ODS.
La alegría de esa habitación me acompañará el resto de mi vida. Pero la fiesta terminó. Aunque aún quedan destellos de esperanza —justo este año, los países adoptaron un tratado histórico de conservación marina—, el planeta sufre más que nunca. El mes pasado, en Nueva York, los Guardianes Planetarios presentaron el informe “Control de Salud Planetaria 2025” , que confirmó que siete de los nueve límites planetarios, incluida la acidificación de los océanos, ya se han transgredido. Juntos, estos nueve límites conforman el sistema operativo de la Tierra: los procesos interconectados que sustentan la vida y que deben mantenerse dentro de límites seguros para mantener a la humanidad a salvo y a la naturaleza resiliente.
Ante la advertencia del Chequeo de Salud Planetaria sobre el deterioro acelerado y el creciente riesgo de alcanzar peligrosos puntos críticos, necesitamos urgentemente comprender mejor dónde y cómo sufren tanto el planeta como sus habitantes. Esto implica redoblar los esfuerzos para apoyar las agendas interconectadas de acción climática y reducción de la pobreza.
Al dejar el cargo en 2018, me reuní con los líderes indígenas que habían depositado sus esperanzas en mí. Intenté devolverles el testigo. Pero, para mi sorpresa, me pidieron que lo conservara y luego articularon un nuevo principio que la comunidad internacional haría bien en considerar. Hablaron del vínculo espiritual entre los seres humanos y la naturaleza: nada se puede arrebatar sin pedir permiso y dar algo a cambio. Romper este vínculo es nuestra responsabilidad. Hoy en día, muchos vínculos están rotos, tanto entre los pueblos como entre los seres humanos y el planeta. Nuestra tarea en los próximos años es restaurarlos.
*Juan Manuel Santos es expresidente de Colombia, presidente de The Elders y recibió el Premio Nobel de la Paz 2016. Derechos de autor: Project Syndicate, 2025.