Hace poco leí esta frase de Alejandro Jodorowsky: “Cuando nos dé más placer amar que ser amados, conoceremos el verdadero amor”.
Más allá de identificarse plenamente o no con esa idea, uno se queda pensando y surge como reflexión la sugerencia de que lo opuesto tal vez no sería verdadero amor. El concepto de amor es muy amplio y está relacionado con varios tipos de relación que se espera que lo incluyan: las familiares, las de pareja, las de amistad, las de trabajo.
Si el amor se relaciona con un sentimiento o afecto intenso que sentimos por alguien o algo, tiene sentido creerlo verdadero cuando uno disfruta realmente el hecho de dar amor. Se suele decir que “el amor de los padres es incondicional”, y en general nos queda claro el significado de esta afirmación: todo el cuidado y cariño que ellos ofrecen a sus hijos, es esperable que sea sin condiciones. Simplemente lo hacen, y cuando eso no sucede observamos tal actitud como algo no natural.
¿Por qué nos cuesta tanto poner amor incondicional en todos nuestros vínculos?
A lo largo de la vida vamos construyendo y generando vínculos diversos, que muchas veces se tiñen de condiciones, requisitos o reclamos. Cuando una persona tiene demasiados requerimientos para mantener una amistad o romance, está parada en la polaridad de pedir, recibir, reclamar, esperar, y de esa forma probablemente nunca estará satisfecha. Si uno se pone en ese lugar, quizás sea porque aún no tiene la suficiente autoestima y seguridad en sí misma como para no necesitar que otros la completen. O tal vez esté vinculándose con la persona errada.
Sería muy saludable que priorizáramos colocarnos auténticamente en la polaridad positiva, consistente en dar, ofrecer, transmitir y expresar ese cariño o sentimiento hacia las personas con las que elegimos conectarnos, en lugar de estar siempre esperando o reclamando. Así podremos generar relaciones más fluidas, menos teñidas de inestabilidad y con flexibilidad para ir modificando ciertas normas que se decidan de común acuerdo.
