Hay una voz en la naturaleza que muchas veces dejamos de escuchar. Una voz que no grita, sino que susurra en el viento, en el murmullo del agua, en el movimiento de los árboles. Esa voz nos recuerda de dónde venimos y quiénes somos. Este 18 de octubre es el Día Mundial de la Protección de la Naturaleza y vale la pena detenernos a oírla.
Argentina es un país donde la tierra habla en muchos idiomas. En un mismo territorio conviven montañas que superan los seis mil metros, selvas tropicales, estepas áridas, glaciares milenarios, costas marinas, humedales y bosques. Dieciocho ecorregiones componen este mosaico de paisajes y climas donde la vida se adapta y evoluciona de formas tan distintas como sorprendentes.
Pocas regiones del planeta concentran tanta diversidad en un solo país. En la Cordillera de los Andes, los glaciares regulan el clima, almacenan agua y modelan el paisaje. En el norte, las selvas concentran una de las mayores biodiversidades de Sudamérica. En el centro predominan los pastizales, y en el litoral, los humedales funcionan como refugio de miles de especies. Cada ambiente es una expresión de la vida en su máxima creatividad.
En Misiones, la Selva Paranaense late como un corazón verde: alberga la mitad de las especies de aves y mamíferos de la Argentina. En el Chaco, los quebrachos y algarrobos resisten el calor junto a tatús, osos hormigueros y yaguaretés. En los Esteros del Iberá, el agua es vida: los esteros y lagunas son refugio de carpinchos, ciervos de los pantanos y yacarés.
Más al sur, el Monte y la estepa patagónica —aparentemente áridos— sostienen una biodiversidad silenciosa y resistente. Allí, guanacos, choiques, zorros grises y pumas se adaptan a un entorno extremo que enseña a la vida a ser paciente. En los confines australes, los glaciares y el Mar Argentino guardan historias de hielo, viento y tiempo. Son testigos de la memoria natural del planeta.
El Día Mundial de la Protección de la Naturaleza se instauró en 1972 por iniciativa del entonces presidente argentino Juan Domingo Perón y fue reconocido por la ONU. Nació con una idea simple, pero poderosa: el progreso no puede sostenerse si destruye los sistemas naturales que lo hacen posible.
Más de cincuenta años después, esa advertencia sigue vigente. Enfrentamos una triple crisis ambiental: cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación. Tres dimensiones de un mismo problema que ponen en riesgo el aire, el agua y los alimentos que sostienen la vida.
Sin embargo, esta fecha no debe vivirse sólo como un recordatorio de lo que se pierde, sino como una oportunidad para reconectarnos con lo esencial. Proteger la naturaleza no es un acto de nostalgia ni una causa ajena: es un compromiso con la vida que nos rodea y con las generaciones que vendrán.
Celebrar este día es también reconocer que todavía hay mucho por cuidar, restaurar y defender. Que aún estamos a tiempo de elegir un camino distinto, uno que no se base en la explotación ilimitada sino en la convivencia y el respeto por los límites naturales del planeta.
A pesar de las amenazas que enfrentan nuestros ecosistemas —deforestación, incendios, contaminación, expansión urbana descontrolada— Argentina sigue siendo un refugio para la biodiversidad. En cada rincón del país hay personas, comunidades y organizaciones que trabajan todos los días para proteger lo que queda y recuperar lo que se perdió.
La restauración de bosques nativos, la recuperación de especies emblemáticas, el manejo sustentable de humedales o la creación de áreas protegidas son pasos concretos hacia un futuro posible. Cada acción cuenta cuando se trata de recomponer la red de la vida.
Proteger la naturaleza no solo significa conservar paisajes. Es cuidar el agua que bebemos, el aire que respiramos, la comida que llega a nuestra mesa, los suelos que nos sostienen. Es también preservar la identidad cultural de pueblos y comunidades que desde hace siglos viven en equilibrio con su entorno.
Cada decisión que tomamos —desde qué consumimos hasta qué políticas impulsamos— deja una huella. Y en esa huella está la posibilidad de cambio. Porque si algo nos enseña la naturaleza, es que todo está conectado: cada árbol plantado, cada río limpio, cada especie protegida fortalece el tejido común del que dependemos.
En tiempos de urgencias múltiples, el desafío es volver a mirar con atención. Reconocer el valor de lo que tenemos antes de que falte. Entender que proteger la naturaleza no es un lujo, sino una necesidad básica.
La solución no está solo en grandes decisiones internacionales. Empieza en lo cotidiano: en cómo nos movemos, qué consumimos, qué apoyamos, qué exigimos. La suma de muchas pequeñas acciones puede transformar el rumbo de una sociedad.
Hay un nuevo paradigma en construcción, más consciente, más empático y más responsable. Uno que entiende que el bienestar humano y el equilibrio ambiental son parte del mismo destino.
Nuestros ecosistemas no son sólo escenarios: son parte de nuestra identidad. Las montañas, los ríos, los mares y los vientos cuentan nuestra historia. Defenderlos es defender lo que somos.
El Día Mundial de la Protección de la Naturaleza nos invita, una vez más, a elegir qué lugar queremos ocupar: el de quienes agotan lo que tienen, o el de quienes cuidan lo que los sostiene.
Todavía hay tiempo. Mientras haya bosque, río o selva que respire, habrá también una oportunidad para que la vida siga contando su historia —y la nuestra— sobre esta tierra.
*Matías Arrigazzi es especialista en biodiversidad de Greenpeace Argentina. Integra el equipo de campañas ambientales y trabaja en la protección de especies y ecosistemas amenazados del país.
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