En Bogotá, los presidentes de los ocho países amazónicos tuvieron la oportunidad de demostrar liderazgo global frente a la crisis climática. No lo hicieron. La V Cumbre de la OTCA pasará a la historia más por lo que calló que por lo que dijo: el texto final omitió cualquier referencia explícita al petróleo y al gas, los mismos que amenazan con devorar la selva desde dentro.
Es cierto, hubo avances. La creación del Mecanismo Amazónico de los Pueblos Indígenas (MAPI) abre por fin un espacio de co-gobernanza que reconoce a quienes llevan siglos protegiendo el bosque. Pero mientras los pueblos indígenas levantaban la voz para declarar a la Amazonía libre de combustibles fósiles, los gobiernos optaron por el silencio.
No se trata de un error menor: ignorar los fósiles es desoír la ciencia, el derecho internacional y la propia gente de la Amazonía. La Corte Interamericana y la Corte Internacional de Justicia han dejado claro que los Estados tienen la obligación de proteger el ambiente. Aun así, Venezuela, Ecuador y Perú bloquearon cualquier avance. Brasil, anfitrión de la próxima COP30, eligió la tibieza: no se opuso, pero tampoco lideró. Y eso es, en los hechos, un retroceso.
El contraste es brutal. Mientras la sociedad civil y más de 50 organizaciones exigían declarar la Amazonía libre de petróleo y gas, los presidentes esquivaban la discusión. ¿De qué sirve hablar de transición energética si al mismo tiempo se abren nuevas fronteras de exploración en la selva más biodiversa del planeta?
El mensaje que queda es peligroso: que los gobiernos prefieren apostar por un extractivismo que ya se sabe inviable, en vez de construir una visión regional coherente con la ciencia y la justicia climática. Como señaló Gisela Hurtado de Stand.earth: “Las autoridades de la región perdieron la oportunidad de liderar sus propias transiciones energéticas. Persisten atrapadas en la lógica colonial del extractivismo”.
Camino a la COP30: dos precedentes de muy mal augurio
La parálisis de Bogotá recuerda inevitablemente lo ocurrido hace apenas unas semanas en Ginebra, donde la negociación del Tratado Global de Plásticos fracasó en alcanzar consensos justamente por la presión de la industria fósil y petroquímica, que bloqueó los intentos de limitar la producción de plásticos en la fuente.
En ambos casos, el poder del lobby fósil impidió que los gobiernos traduzcan en acciones el consenso científico: tanto los plásticos como el petróleo son expresiones de la misma dependencia extractiva que alimenta la crisis climática. La Amazonía y los océanos terminan siendo escenarios distintos de un mismo pulso: la disputa entre la urgencia planetaria de cambiar el rumbo y el peso de intereses corporativos que no quieren soltar el pasado.
La presión ahora recae sobre Brasil. Como anfitrión de la COP30 en Belém, tendrá la responsabilidad de corregir la omisión de Bogotá y llegar con compromisos claros: eliminación progresiva de los fósiles, zonas de exclusión en territorios indígenas y ecosistemas críticos, y una verdadera transición energética justa.
La Amazonía no necesita más discursos: necesita decisiones. El futuro de la región —y del planeta— no se juega en tibiezas, sino en la valentía de enfrentar la era fósil y dejarla atrás.