En la Cumbre de Ministros de Ambiente de América Latina y el Caribe, celebrada en Lima, hay una ausencia que grita más fuerte que muchas de las presencias: Argentina decidió no participar. No es un error logístico, no es una distracción administrativa: es la consecuencia lógica de un gobierno que niega la crisis climática y desprecia la cooperación internacional.
Ver la silla vacía duele una vez más porque Argentina ha sido históricamente un país clave en el multilateralismo, impulsor de bloques regionales y protagonista en debates ambientales y de integración. Su faltazo representa no solo un gesto político de aislamiento, sino una renuncia simbólica a ese legado.
Mientras los países de la región discuten sobre restauración de ecosistemas hídricos, reducción de emisiones de metano y planes regionales de biodiversidad, la silla argentina quedó vacía. La señal es clara: en un momento en el que América Latina necesita articular posiciones comunes frente a la emergencia climática, Argentina se autoexcluye del diálogo.
La paradoja es brutal. Argentina es uno de los países más vulnerables al cambio climático —sequías extremas, inundaciones recurrentes, incendios forestales cada vez más frecuentes— y sin embargo su gobierno actual elige mirar hacia otro lado, como si la crisis fuera un invento.
El negacionismo como política de Estado
Desde que asumió Javier Milei, el país adoptó una postura abiertamente negacionista frente a la ciencia climática. Eliminar ministerios, recortar presupuestos ambientales, relativizar la agenda verde como “gasto innecesario”: todo se suma en una narrativa que no reconoce el valor de los ecosistemas ni la urgencia de protegerlos.
Pero el problema no es solo interno. La ausencia en Lima refleja también un rechazo al multilateralismo. Argentina no solo se corre de la mesa de negociaciones ambientales, también erosiona su credibilidad diplomática y reduce su capacidad de incidencia en foros internacionales clave.
Al no estar en Lima, Argentina pierde más que una foto de familia. Pierde la posibilidad de sumarse a planes regionales de financiamiento, acceder a cooperación técnica y compartir soluciones comunes. Pierde, sobre todo, la oportunidad de que la voz de sus comunidades más vulnerables —campesinos, pueblos originarios, habitantes de zonas rurales— tenga un eco regional.
Mientras tanto, la región avanza con proyectos colectivos, desde la protección del jaguar hasta la gestión de residuos. Argentina, en cambio, se repliega en un aislamiento que equivale a una renuncia al futuro.
No es un capricho ideológico: es una amenaza real
La ausencia en Lima no es solo un gesto político. Es una amenaza directa al bienestar de millones de argentinos que ya sufren las consecuencias de la crisis climática. Es ignorar que cada sequía golpea al corazón productivo del país, que cada inundación deja comunidades enteras devastadas, que cada ola de calor cuesta vidas.
El cambio climático no pide permiso ni se suspende por decreto. Negarlo no lo hace desaparecer: lo agrava.
La gran silla vacía de Lima debería ser recordada como un símbolo: el de un país que, bajo la conducción de Milei, eligió dar la espalda a la cooperación, a la ciencia y a sus propios ciudadanos. Pero aún no todo está perdido. La sociedad civil, los gobiernos locales, las universidades, los movimientos socioambientales siguen empujando en sentido contrario.
El futuro argentino no puede definirse en soledad ni en negación. El cambio climático es, por definición, un desafío colectivo. El aislamiento no protege: condena.