Latinoamérica es, en teoría, un territorio bendecido por el agua. Según datos de la FAO, la región concentra cerca del 31% de los recursos hídricos renovables del planeta, con apenas el 8% de la población mundial. El Amazonas es el ejemplo más elocuente: una cuenca que descarga más agua que los siete ríos más grandes de Norteamérica juntos, un océano fluvial que conecta biodiversidad, clima y vida. Si se mirara desde afuera, cualquiera pensaría que aquí la sed no debería existir.
Pero la paradoja es brutal. Desde el altiplano boliviano hasta el semiárido chileno, pasando por el norte mexicano o la franja caribeña, el agua escasea. Millones de personas dependen de camiones cisterna. Ciudades como São Paulo, Lima o Ciudad de México han enfrentado crisis de abastecimiento. En Chile, la sequía más larga de su historia lleva más de una década y ha puesto en jaque a la agricultura, a los ecosistemas y a la vida cotidiana. ¿Cómo puede ser que un continente con tanta riqueza hídrica viva como si el agua fuese un lujo?
La respuesta es incómoda y múltiple. Una parte la explica el cambio climático: lluvias más erráticas, retroceso de glaciares, desertificación creciente. Pero hay otra cara que no es climática, sino política y económica. La gestión del agua en muchos países ha sido fragmentada, desigual y, en ocasiones, capturada por intereses privados. En Chile, por ejemplo, la privatización de los derechos de agua en los años 80 creó un sistema donde comunidades rurales pueden quedarse sin acceso mientras grandes industrias agrícolas o mineras mantienen concesiones perpetuas. En Perú y Bolivia, la minería contamina ríos que luego sirven para regar cultivos. En México, los acuíferos del Bajío se sobreexplotan para sostener un modelo agrícola intensivo orientado a la exportación.
El agua, en esta parte del mundo, revela con crudeza lo que somos: sociedades con abundancia natural pero con distribución injusta. Refleja desigualdades históricas. Mientras en barrios acomodados de grandes capitales se instalan sistemas de riego automatizado, miles de familias indígenas o campesinas deben caminar kilómetros para conseguir agua limpia. Mientras en hoteles de lujo del Caribe el agua corre sin límites, en sus periferias las comunidades padecen cortes diarios.
El siglo XXI ha convertido al agua en el nuevo petróleo, y Latinoamérica es su principal campo de disputa. Empresas internacionales compran derechos, gobiernos planifican megaproyectos de represas o desaladoras, y las comunidades resisten. Porque detrás del agua no solo hay un recurso, hay cultura, identidad y soberanía.
Si la región quiere hablar en serio de sostenibilidad, debe poner el agua en el centro. Eso significa nuevas leyes que prioricen el consumo humano y los ecosistemas por sobre el negocio, planes de adaptación climática que integren a las comunidades y un cambio cultural que valore cada gota. La paradoja de Latinoamérica no es la falta de agua: es la incapacidad de gestionar con justicia. Y esa paradoja, si no se resuelve, amenaza con transformar a un continente de agua en un continente de sed.
*Este artículo fue escrito por Edgardo Chávez, creador de Expo Sostenible LATAM.
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