Decenas, cientos, miles de títulos y portadas, de conversatorios y seminarios, de canciones y poemas y, aún así, la Amazonía, para muchos sigue siendo ese rincón casi imaginario que evoca el corazón de algo poderoso, de algo vivo pero lejano, demasiado lejano. Sus historias fascinantes han convertido a este pulmón terrestre en un fetiche al que muchos nombran y hasta hablan en su nombre pero que pocos, muy pocos, conocen en primera persona. Explorarlo es posible solo a través de artículos y “fondos”. ¿Pero qué sucede en ese lugar que genera y sostiene la vida? ¿Quiénes son sus habitantes? ¿A qué huele? ¿Cuáles son sus rostros? ¿Cuáles sus venas abiertas?
En noviembre, una de las ciudades puerta de la Amazonía, Belém do Pará, será la sede de la COP30 y esta oportunidad de sacar del imaginario la realidad se vuelve a alejar, ya que las “especulaciones del clima” siempre quedan en eso: en especulaciones que, luego, adquieren la elegante forma del deseo.
Es que antes de que siquiera comience el cónclave climático más importante de la década, ya se ven fisuras que comprometen su ambición y legitimidad. Con apenas cuatro meses en el calendario, los problemas logísticos, las contradicciones, los tire y afloje y un escenario climático clave a cinco años del horizonte 2030 nos exigen reflexionar con seriedad.
El eco de las contradicciones
La ciudad —con 18.000 camas hoteleras para más de 45.000 asistentes— enfrenta un cuello de botella que amenaza con excluir a las delegaciones más vulnerables. Precios desorbitados (hasta 700 USD por noche) impulsaron una reunión urgente de la ONU, que exigió soluciones antes del 11 de agosto. El gobierno brasileño respondió habilitando cruceros, alojamientos alternativos y reservando cupos para países del sur, pero el costo sigue excediendo el tope diario que la ONU asigna a los negociadores más pobres.
El riesgo es claro: la inequidad alumbrará una COP desigual.
A la contradicción de querer exponer la inequidad con más desigualdad, se suma lo estrictamente ambiental. En un momento en que Brasil pretende asumir un rol de liderazgo ecológico, su gobierno acelera la expansión petrolera: en junio subastó 172 bloques, incluyendo en cuencas amazónicas sensibles con alto impacto socioambiental. Organizaciones indígenas, fiscales y sindicatos lo tildaron de “traición climática” y presentaron varias demandas judiciales. La retórica coincidencial de Lula —preservando la Amazonía mientras se “subasta la vida del bosque”— erosiona tanto su credibilidad como su narrativa presidencial.
Incluso la presidenta de Petrobras provocó indignación al gritar “Drill, baby, drill!” al hablar de perforar cerca de la Amazonía. Un grito que resuena como un eco discordante en el corazón de la COP30.
Una oportunidad histórica
A cinco años del plazo marcado por la agenda 2030, la cumbre podría ser un punto de inflexión si se aprovechan sus potencialidades como plataforma regeneradora. Al eliminar barreras logísticas, incluir voces indígenas y regionales, y convertir el debate en acción concreta sobre descarbonización y justicia social, Brasil podría proyectarse como un actor transformador del Sur global.
Pero para eso debe elegir con firmeza. Una COP que no cuestione sus propios planes de expansión fósil o que se desarrolle bajo el signo de la exclusión no podrá cumplir el rol transformador que tanto se ha autoimpuesto.
La COP30 tiene ante sí una posibilidad única: ser el espacio donde se encaren, con honestidad y ambición, los temas más urgentes para el futuro de la vida en la Tierra. Descarbonización real, justicia climática, protección de la Amazonía, transición energética justa, acceso equitativo a financiamiento. Pero si la cumbre reproduce las contradicciones estructurales del modelo global —discurso verde y expansión fósil, apertura simbólica pero exclusión práctica— entonces será apenas eso: una cumbre más, un título más, una postal en el imaginario colectivo de las oportunidades perdidas.