Modificar una ley ambiental no es un gesto neutro. Mucho menos cuando se hace para habilitar una actividad cuyos impactos negativos están ampliamente documentados. En esos casos, el mensaje es claro y preocupante: frente a determinados intereses económicos, las normas que protegen bienes comunes pueden volverse flexibles, transitorias o descartables.
La salmonicultura industrial es un ejemplo paradigmático. En la Patagonia chilena, su expansión dejó un legado de contaminación orgánica e inorgánica, transmisión de enfermedades a la fauna nativa, escapes masivos de especies exóticas, degradación de fiordos y canales por eutrofización, y una creciente presión sobre pesquerías silvestres utilizadas para producir alimento para los salmones. La evidencia científica es robusta y acumulativa. Los riesgos no son hipotéticos: ya ocurrieron y siguen ocurriendo.
Aun así, y con pleno conocimiento de ese historial, en Tierra del Fuego se avanzó en la modificación de un marco legal que había sido construido precisamente para evitar esos daños. La Ley 1355, respaldada por la ciudadanía y presentada como un ejemplo de resguardo ambiental, fue alterada desconociendo tanto la evidencia disponible como la voluntad social que le dio origen. Cambiar una norma protectora para permitir una actividad de alto impacto no es una actualización técnica: es un retroceso.
Este tipo de decisiones abre una puerta peligrosa. Cuando se debilitan leyes ambientales para acomodar proyectos específicos, se erosiona el principio de no regresión, uno de los pilares del derecho ambiental moderno. Se instala la idea de que ningún estándar es definitivo, que toda protección es negociable, y que los marcos legales pueden reescribirse si el interés económico ejerce la presión suficiente.
El problema no es solo ambiental. También es institucional y ético. Desoír a comunidades que expresaron de manera clara su rechazo a esta actividad debilita la confianza en las reglas del juego y en las instituciones encargadas de hacerlas cumplir. La seguridad jurídica no se resiente únicamente cuando faltan normas, sino también cuando las existentes se modifican sin fundamentos sólidos y en contra del interés público.
Además, insistir en la salmonicultura como vía de desarrollo implica desconocer que sus beneficios locales (económicos, sociales y ambientales) no están demostrados, y que incluso pueden entrar en conflicto con actividades estratégicas para la región, como el turismo de naturaleza y la pesca artesanal. Producir a costa del ambiente no solo es ambientalmente inviable: es una mala apuesta de futuro.
El caso de Tierra del Fuego no ocurre en el vacío. Puede convertirse en un precedente con efecto contagio para otras regiones de la Patagonia, en Argentina y en Chile. Si una provincia que había decidido proteger sus aguas da marcha atrás, ¿qué impide que otras sigan el mismo camino?
En tiempos de crisis climática y pérdida acelerada de biodiversidad, flexibilizar leyes ambientales para favorecer intereses particulares no es pragmatismo: es irresponsabilidad. El verdadero desafío del desarrollo consiste en generar oportunidades sin hipotecar los ecosistemas que las sostienen. Y eso empieza por una premisa básica: las leyes que protegen el ambiente no deben adaptarse al negocio; es el negocio el que debe adaptarse a los límites del ambiente.
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