Comprender a los pueblos originarios representa un desafío constante para nuestras sociedades contemporáneas. Esta dificultad no solo se debe a la distancia cultural sino también a la persistente hegemonía de una cosmovisión moderna, individualista y extractivista, que muchas veces se impone sobre formas ancestrales de ver, sentir y habitar el mundo. Sin embargo, incluso para los propios, transmitir su sabiduría ancestral a las nuevas generaciones no siempre es sencillo. A pesar de las adversidades, ellos continúan tejiendo la memoria colectiva en sus territorios e incluso en ámbitos académicos, como universidades. Pero nada resulta tan doloroso como presenciar la muerte de sus líderes y lideresas por defender bienes sagrados como: el agua, la tierra, las semillas, las plantas, y los espacios espirituales de sus pueblos.
En todo el continente americano, o Abya Yala (como prefieren llamarlo varios pueblos originarios), los pueblos indígenas enfrentan una profunda destrucción. Esta situación afecta tanto a quienes no se identifican con la fe cristiana como a quienes si la profesan desde una espiritualidad encarnada y coherente con sus prácticas ancestrales. Muchos de ellos, incluso sin autoidentificarse como indígenas han sido perseguidos, criminalizados e incluso asesinados por solidarizarse con sus luchas frente a los múltiples rostros del colonialismo: desde el histórico, hasta el colonialismo contemporáneo y el crimen organizado transnacional.
Estos actores extractivos -empresas, carteles, clanes familiares terratenientes- no solo codician los bienes naturales (manantiales, bosques, ríos, lagos, montañas, mares, manglares, etc.) sino que ahora también comercian con los cuerpos: redes de trata, tráfico de órganos y esclavitud moderna afectan especialmente a personas migrantes, muchas de ellas indígenas que desaparecen en medio del tránsito forzado y la violencia estructural.
Frente a este panorama de muerte, también emergen formas de vida y resistencia pacífica. En medio del dolor, los pueblos originarios despliegan estrategias de resiliencia, reconstruyen valores comunitarios, y reinventan sus modos de cooperación. Lejos de encerrarse en el lamento, revitalizan la memoria, sanan heridas, piden permiso a la Madre Tierra y se constituyen como sujetos políticos. Como recuerda la Encíclica Laudato Si´ “la mejor manera de cuidar algo es amarlo” (LS, 231), y estos pueblos han amado y cuidado la tierra desde generaciones inmemoriales. Este amanecer espiritual y político de los pueblos originarios, también ha sido regado con sangre. En el ámbito cristiano recordamos con gratitud a quienes ofrecieron su vida en defensa de las comunidades indígenas:
- Al obispo Antonio de Valdivieso (1543-1550)1 verdadero defensor de los pueblos indígenas en Nicaragua, con doce cartas expone su sentir y preocupación;
- En Guatemala, los sacerdotes católicos: Francis Stanley Rother (1935-1981), José María Gran Cirera, Faustino Villanueva Villanueva, Juan Alonzo Fernández, asesinados no solo por defender comunidades indígenas de aquel país, sino también por odio a la fe.
- Con ellos fueron asesinados por el Ejército, miles de indígenas, entre ellos: Domingo Del Barrio Batz, Tomás Ramírez Caba, Reyes Us Hernández, Rosalio Benito, Nicolás Castro, Miguel Tíu Imul, Juan Barrera Méndez. Estos son algunos de los nombres de quienes defendieron su fe hasta dar en ofrenda.
Ellos son un símbolo, sus historias no buscan glorificar el dolor, «no hacemos apología del sufrimiento; sencillamente queremos dar gracias a Dios porque a pesar de los años tristes de persecución…»2 la esperanza no muere, ellos son signos de esperanza. Como afirma la Laudato Si´, “el clamor de la tierra y el clamor de los pobres es uno solo” (LS 49), y discernir los signos de los tiempos, exige defender no solo los territorios sino a los pueblos que los habitan, actuar con ellos, desde ellos y para ellos.
Por eso el título de este texto hace referencia al Popol Wuj, el libro sagrado de los pueblos maya K´iche´ de Guatemala, que se traduce como, “libro de la comunidad”. Aunque no es el único texto sagrado de los pueblos originarios guatemaltecos, es símbolo de una sabiduría que sigue viva. Hoy soñamos con un nuevo Popol Wuj para Abya Yala, un libro martirial y comunitario, donde puedan narrarse historias de pueblos originarios y mestizos -con vocación cristiana o no- que cohabitemos esta tierra sagrada. Porque, como nos recuerda la espiritualidad indígena y también la cristiana: los seres humanos esencialmente somos tierra.
*Anderson Barahona es Animador Laudato Si’ del Capítulo Guatemala. Para conocer cómo ser un animador Laudato Sí, buscas mayor información aquí.