El tiempo no espera. El cambio climático no se detiene a negociar ni concede prórrogas. En la COP28, celebrada en noviembre de 2023, los países se comprometieron a triplicar la capacidad instalada de energías renovables para 2030. Sobre el papel, parecía un acuerdo histórico. Pero a cinco años de ese plazo, la realidad es contundente: el avance global apenas alcanza un 2%. De los 11 teravatios (TW) que deberían estar en camino, solo se proyectan 7,4. La brecha —3,6 TW— es alarmante y no se cubre sola.
El mundo está fallando. Y Estados Unidos, pese a avances notables en el frente interno, también lo está.
La paradoja estadounidense
He repetido en conferencias y entrevistas que Estados Unidos tiene una doble cara climática. Por un lado, es el país que más ha contribuido históricamente al calentamiento global. Por otro, es también uno de los que más ha innovado para enfrentarlo. Esa paradoja nos sitúa en un lugar incómodo: entre la obligación moral y la oportunidad estratégica.
En 2022, la administración Biden firmó el Inflation Reduction Act (IRA), la mayor inversión pública en acción climática de la historia del país. Con casi 370.000 millones de dólares destinados a subsidios, electrificación del transporte, energías limpias e innovación, la ley marcó un antes y un después. Su impacto fue inmediato: reactivó el interés del sector privado, atrajo inversión internacional y convirtió sectores de nicho en motores industriales.
Sin embargo, el problema no es solo económico. Es político. Y, sobre todo, es de liderazgo.
La transición no es automática
Un error común —y peligroso— es creer que la transición energética ocurrirá por inercia. Que bastará con incentivos de mercado y esperar a que el sistema corrija sus excesos.
La verdad es otra. Sin visión estratégica, planificación de largo plazo y voluntad política, no habrá transición real.
Estados Unidos sigue dependiendo fuertemente del gas natural y del petróleo. En estados como Texas y Dakota del Norte, las emisiones incluso aumentan. Parte del Congreso sigue bloqueando reformas clave. Y lo más preocupante: el tema climático todavía se percibe como una cuestión ideológica, no como una prioridad nacional.
A cinco años del deadline de la Agenda 2030 y con la COP30 en el horizonte, esa inercia se convierte en una amenaza existencial. No solo para el planeta. También para la competitividad futura del país.
Liderazgo en retroceso, visibilidad diluida
En el frente interno, la inversión climática estadounidense no tiene precedentes. Pero en el frente externo, la visibilidad internacional ha retrocedido dramáticamente. La contradicción es evidente: se impulsa la transición dentro de casa, mientras se reduce el compromiso fuera.
Desde el regreso de Donald Trump a la presidencia, esa brecha se ha acentuado. El país ha optado por un repliegue diplomático:
- Ausentarse de las negociaciones intermedias de Bonn previas a la COP30, algo sin precedentes en casi tres décadas.
- Retirarse nuevamente del Acuerdo de París, debilitando su papel como motor de consenso global.
- Reorientar la seguridad energética hacia una lógica de producción local basada en combustibles fósiles, en detrimento de alianzas multilaterales estratégicas.
El resultado es una paradoja: un Estados Unidos que impulsa la transición dentro, pero que abdica de su papel de articulador global. Y una COP30 en Brasil marcada por una pregunta inevitable: ¿qué narrativa dejará la ausencia de la primera potencia? ¿La de un país que se repliega o la de uno que intenta liderar desde el silencio?
La acción sigue, aunque el discurso se frene
El retroceso federal no ha borrado la acción climática en el terreno. La realidad es más compleja y más prometedora:
- Más de la mitad de los proyectos vinculados al IRA se ubican en distritos republicanos. Cerca del 60% de las inversiones y el 68% de los empleos creados benefician a estados GOP como Texas, Georgia y Carolina del Norte.
- Gobernadores y legisladores republicanos defienden esos beneficios, aunque no apoyaron la ley.
- La opinión pública mantiene un respaldo mayoritario a la acción climática. Incluso entre votantes republicanos, más del 60% considera que el país debe hacer más frente al cambio climático.
En definitiva, el freno no es técnico ni económico. Es político. Y aun así, la presión social, la lógica empresarial y la acción estatal están empujando la transición, incluso a contracorriente.
Energía y seguridad nacional
Durante décadas, la doctrina de seguridad de Estados Unidos se apoyó en la estabilidad del suministro energético fósil. Pero en un mundo marcado por conflictos, tensiones geopolíticas y eventos extremos, esa lógica es insostenible.
Hoy, una red eléctrica descentralizada, resiliente y alimentada por renovables no es solo una meta climática. Es defensa nacional. Es soberanía. Negarse a acelerar esa transición no es neutral: es una forma silenciosa de debilitar al propio país.
Una estrategia de poder
Cada vez que hablo con empresarios, estudiantes o responsables públicos, repito la misma idea: la sostenibilidad ya no es solo un imperativo ético. Es una estrategia de poder.
Los países que lideren la transición energética serán los que escriban las reglas del nuevo orden económico. Serán quienes exporten soluciones, atraigan talento, capten capital y consoliden su influencia global.
Si Estados Unidos no aprovecha esta oportunidad, no perderá solo frente a Europa. Perderá frente a China, a India y a un bloque emergente que ya integra la sostenibilidad en su estrategia industrial y geopolítica.
El liderazgo climático del siglo XXI no se impone. Se gana. Y es, sobre todo, la forma más inteligente de proyectar poder sin recurrir a la fuerza.
El escenario internacional: ¿vacío o traspaso de poder?
La ausencia de Estados Unidos en la COP30 no ocurre en el vacío. Otros actores ya se están moviendo:
- Europa ha consolidado su Green Deal como estrategia industrial y tecnológica.
- China domina la producción de paneles solares, baterías y minerales críticos.
- India apuesta por integrar la transición en su plan de crecimiento económico y de expansión de su clase media.
El repliegue estadounidense deja espacio para que estos actores definan las normas, estándares y mercados del futuro. La pregunta no es solo qué pierde Estados Unidos, sino quién gana en su lugar.
Oportunidad, no resignación
No todo es pesimismo. Estados Unidos tiene todavía la capacidad, el talento y la infraestructura para liderar. La ciudadanía está más informada que nunca. Las nuevas generaciones redefinen el sentido de progreso. El sector privado comprende que la sostenibilidad no es un costo, sino una ventaja competitiva.
El futuro no está escrito. La pregunta es: ¿tendremos el coraje político para actuar en consecuencia?
Conclusión: el futuro no espera
Estados Unidos no estará presente en la COP30. Pero incluso en su ausencia, tiene una oportunidad única de demostrar que el liderazgo climático no siempre requiere ocupar la sala, sino comprometerse con una agenda transformadora desde lo local, lo estatal y lo empresarial.
La transición energética es irreversible. La cuestión es si Estados Unidos decidirá moldear sus principios y reglas o si dejará que otros lo hagan en su lugar.
El liderazgo del siglo XXI no solo se mide en PIB ni en armas, sobre todo porque el desarrollo económico y la seguridad nacional de los países se miden en función al grado de sostenibilidad que alcance un país.
Los países que más invierten en sostenibilidad son también los más innovadores y competitivos, y no hay seguridad energética sin transición energética.
La clave del liderazgo en el siglo XXI tiene todo que ver con la capacidad de guiar al mundo hacia un futuro sostenible.
El futuro no espera, y la historia no será benévola con quienes se replegaron cuando más se necesitaba su voz.
*Juan Verde es un reconocido estratega internacional para el sector privado y público. Como profesional, diseña soluciones innovadoras para atraer inversiones extranjeras, establecer alianzas estratégicas y se especializa en economía sostenible.
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