✍️Esta declaración ha sido elaborada por Hernán Durán, Nicolo Gligo, David Barkin, Julio Carrizosa, Patricio Fernández Seyler, Gilberto Gallopín, Ofelia Gutiérrez, José Leal, Margarita Marino de Botero, César Morales, Fernando Ortiz Monasterio, Daniel Panario, Walter Pengue, Manuel Rodríguez Becerra, Alejandro Rofman, René Saa, Osvaldo Sunkel, José Villamil, un grupo de autores latinoamericanos y caribeños que llevan varias décadas teorizando y profundizando en la relación entre el desarrollo y el medio ambiente. Este grupo se denomina «Pensadores fundacionales del desarrollo sostenible». Su origen se remonta a 2019, cuando fueron invitados por la División de Desarrollo Sostenible y Asentamientos Humanos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), a instancias de Alicia Bárcena (secretaria ejecutiva), para elaborar un primer documento sobre el pensamiento ambiental de la región, denominado La tragedia ambiental de América Latina y el Caribe, bajo la coordinación de Gligo. Algunos compañeros ya no están con nosotros (Antonio Brailovsky. Francisco Brzović y Héctor Sejenovich) y recientemente se ha incorporado Gutiérrez.
El reciente bombardeo de EE.UU. sobre Irán instala un nuevo escenario global. Justificar la violencia, los asesinatos selectivos y los negocios en nombre de la seguridad mundial resulta inaceptable. Cada vez más personas —ciudadanos, líderes sociales y religiosos, entre ellos el Papa— levantan su voz contra esta lógica destructiva, expresando su rechazo a esta escalada que solo conduce al sufrimiento y al caos, con fuertes llamados por la PAZ.
Mientras se habla de progreso y desarrollo, el mundo destina cifras récord a la industria militar. Esta declaración explora cómo el armamentismo, los conflictos bélicos y el narcotráfico no solo destruyen vidas, sino también territorios, ecosistemas y futuros. Y llama con urgencia a defender la paz: una paz verdadera, activa, con justicia ambiental y sentido humano.
En un mundo sacudido por múltiples crisis —climática, energética, social, política y moral— uno pensaría que los recursos y la voluntad política se concentrarían en frenar el deterioro ambiental. Pero ocurre todo lo contrario. El gasto militar global alcanzó en 2024 su récord histórico: más de 2,4 billones de dólares. Estados Unidos, China y Rusia lideran ese gasto, mientras Europa —aunque sin rol decisivo— lo incrementa a niveles históricos. Son recursos desviados de las verdaderas prioridades: la vida, la dignidad, la transición ecológica y, sobre todo, la construcción de la paz.
Mientras los gobiernos discuten cómo reducir emisiones, muchos de ellos —al mismo tiempo— aumentan sus presupuestos de defensa, endurecen fronteras y rearman arsenales que rara vez se quedan sin uso. El armamentismo no es solo una amenaza geopolítica: es también una amenaza ambiental. Las guerras contaminan. Destrozan suelos, envenenan ríos, arrasan bosques y multiplican desechos tóxicos y peligrosos. Los conflictos bélicos desplazan comunidades, fragmentan territorios y destruyen ecosistemas que tardan décadas —o siglos— en recuperarse.
Pero esta dimensión rara vez se discute: el daño ambiental no hace titulares si no estalla en directo. Es una amenaza silenciosa y sostenida contra la paz del planeta. La industria militar, además, es una de las más opacas en términos de emisiones. Sus cadenas de suministro, su transporte, su infraestructura energética, sus pruebas, sus residuos… todo eso escapa a los compromisos ambientales globales. Ningún país incluye sus operaciones militares en sus metas de reducción de carbono.
La guerra, literalmente, contamina sin rendir cuentas. Y sin rendición de cuentas, no hay paz posible. A esto se suma el narcotráfico, otra forma de violencia organizada que avanza sobre los territorios como una guerra no declarada. Su huella ambiental es inmensa: deforestación para pistas clandestinas, contaminación de fuentes de agua, uso indiscriminado de químicos, violencia sobre pueblos originarios y defensores ambientales. Mientras se criminaliza a campesinos y se persigue a quienes protegen la naturaleza, las redes ilegales crecen al amparo de la desprotección institucional. Esta es otra forma de guerra contra la paz.
Lo más preocupante es que estas formas de destrucción no son una excepción: están profundamente integradas al modelo económico dominante. La guerra mueve industrias, alimenta tecnologías, consolida liderazgos. El narcotráfico se entrelaza con flujos financieros, corrupción estatal y desigualdad. Y todo eso ocurre sobre una Tierra al límite, que ya no puede sostener más violencia sin colapsar la posibilidad misma de la paz. Paradójicamente, los mismos discursos que promueven libertad, democracia o bienestar, son muchas veces los que justifican la carrera armamentista. Se militarizan las fronteras, se endurecen los controles, se criminaliza la protesta, y se presenta la guerra como garantía de orden. Pero ¿qué orden puede sostenerse sobre territorios devastados? ¿Qué desarrollo puede surgir de la destrucción? ¿Qué libertad puede florecer sin paz?
Los movimientos ambientalistas y pacifistas, históricamente separados, hoy comparten un mismo dilema: cómo defender la vida en un mundo que naturaliza la violencia. Defender el medio ambiente ya no es solo conservar especies o reducir emisiones. Es también oponerse a la maquinaria del miedo, a las lógicas del control armado, a la economía de la muerte. Y es, sobre todo, luchar por la paz como condición de vida. Por eso llamamos a levantar la voz, a no permanecer neutrales frente a esta realidad. No hablamos de una paz abstracta, ni de la simple ausencia de guerra. Hablamos de una paz concreta: basada en la dignidad humana, en la justicia ambiental, en la equidad social, en la convivencia entre culturas, pueblos y naciones. Una paz que se construya desde el diálogo, la cooperación internacional y el respeto mutuo, no desde la imposición, el miedo o el control armado.
Este llamado surge desde América Latina, un continente que —con todos sus desafíos— ha logrado evitar guerras entre sus países durante décadas, y que sabe lo que significa defender la vida en medio de conflictos internos, muchas veces asociados al narcotráfico y a la desigualdad. La paz que proponemos es inseparable de la vida: de la vida humana, de la vida de la Tierra, de la vida de las generaciones que aún no han nacido. Por eso no es solo un deseo: es una urgencia ética y política.
*Esta declaración ha sido elaborada por un grupo de académicos latinoamericanos que han trabajado por décadas en la construcción del desarrollo sustentable en la región. Invitamos a otras personas, instituciones y movimientos a adherir a este mensaje, a difundirlo y a organizarse en defensa activa de la paz, la vida y la justicia ambiental. El silencio no es una opción.